Una y otra vez nos repiten que, por mucho que suban los precios, las viviendas se siguen comprando. Nos dicen que eso significa que la economía va bien, los sueldos crecen y todo el mundo quiere tener su pisito. Sin embargo, los datos son testarudos: desde 1994 los precios de la vivienda casi se han triplicado (el crecimiento ha sido del 170%) y los sueldos sólo han crecido en torno al 25%. El endeudamiento familiar ha crecido un 362%, alcanzando cotas nunca vistas y poniendo en peligro incluso la estabilidad económica del país?
Y a estos precios, ¿quién compra pisos y por qué?
Algunas razones para empezar:
1. Por un lado, la inversión extranjera (dirigida, fundamentalmente, a la compra de segundas residencias en la costa), que ha venido creciendo a un ritmo del 28% anual durante los últimos seis años. Se calcula que un 15% de las compras de vivienda que han tenido lugar durante estos seis años se debe a este capital extranjero. ¡Una cantidad nada despreciable!
2. También el pequeño inversor: no son pocos los hogares de rentas altas que invierten sus ahorros en viviendas esperando la famosa revalorización.
3. También, claro, los que necesitan una casa y, valientes, deciden hipotecarse de por vida para obtenerla (y el banco se la concede, claro).
Pero, ¿por qué comprar cuando se puede alquilar?
Pues básicamente porque, en las circunstancias actuales, lo de que «se puede alquilar» es bastante relativo. Por un lado, el mercado de alquiler es escasísimo y encontrar un piso a la medida de las necesidades de cada uno (del que te pueden echar a los cinco años) es cada vez más difícil. Además, la política de hipotecas de los bancos y los bajos tipos de interés hacen que cueste más o menos lo mismo un alquiler que una hipoteca. Para colmo, la política fiscal no ofrece ninguna ventaja a quien alquila. En cambio, proporciona suculentas deducciones a quien compra, de manera que todos los ciudadanos conscientes que viven de alquiler están financiando con sus impuestos a los inconscientes que optan por comprar. En definitiva, todo el marco institucional y económico parece orientado a animar la compra de vivienda y a desalentar el alquiler.
¿Quién echa más leña al fuego?
Otros protagonistas fundamentales de esta película (pobres, de los que todavía no hemos dicho nada) son los bancos. Hace unos años sólo estaban presentes en el negocio inmobiliario como prestamistas (las famosas hipotecas). Pero en los últimos años han decidido participar en las demás fases del negocio, comprando suelo e inviertendo en la promoción de vivienda. Así, han pasado a ser los principales interesados en que se mantenga la subida de precios y en que se siga comprando. De ahí que concedan esas hipotecas a cincuenta años que cubren el importe total del piso. Para el hipotecado, esto supone una proporción tan elevada de su sueldo, que va contra todas las recomendaciones del Banco Europeo y del Banco de España. Y es que el precio medio de la vivienda libre es el equivalente a once años íntegros de salario medio. ¡Dieciocho años en el caso de la Comunidad de Madrid!
En el mismo capítulo que los bancos habría que situar a los fondos de inversión inmobiliarios. Grandes compañías que cotizan en bolsa y cuya principal actividad consiste, básicamente, en comprar y vender suelo o en invertir en promociones de viviendas u oficinas. Es decir, ganan dinero comprando y vendiendo en el sector inmobiliario y lo reparten entre sus accionistas, que obtienen una rentabilidad muy alta. ¡Así muchas más personas y muchas más empresas pueden invertir en el mercado inmobiliario! Y así siguen subiendo los precios.
Pero, ¿por qué en España? Y, ¿por qué ahora?
Desde el famoso desarrollismo de los sesenta, España ha compensado su relativa debilidad industrial a través del sector inmobiliario y el turismo. Los defectos que lastraron nuestra industria durante el franquismo parecen haberse perpetuado y el motor de crecimiento ha seguido siendo, en buena media, la dinámica especulativa de la compraventa de suelo, la construcción y el turismo. Pero cuidado, se trata de un factor de crecimiento económico tan rápido como inestable. De ahí los sucesivos «pinchazos» de las sucesivas «burbujas inmobiliarias» por las que ha pasado nuestro país y de ahí que los sucesivos gobiernos (tanto del PSOE como del PP) no se hayan atrevido a intentar cambiar las cosas. Desde luego es mejor (para ellos) optar por la solución fácil: dejar que las tendencias especulativas del mercado sigan su curso y sacar tajada mediante concesiones o recaudando impuestos sobre las plusvalías, es decir, sobre los beneficios que se obtienen de las compraventas.
Y, ¿qué pinta el precio del suelo en la vertiginosa subida del precio de la vivienda?
El precio del suelo, cuyo coste supone más de la mitad del precio final de la vivienda, lleva varios años subiendo a un ritmo frenético. Pero el suelo es una mercancía un poco especial. Al ser algo que «está ahí» y que no se produce como un coche o un ordenador, no se le puede aplicar las mismas reglas de oferta y demanda. En otras palabras, el precio del suelo crece no por que haya poco o mucho, sino por las posibilidades futuras de que allí se construya algo que valga mucho dinero. Quien compra una parcela confía en que la venderá por mucho más dinero del que la compró, sin necesidad de hacer nada con ella; basta con ser su propietario. Y mientras se siga construyendo y construyendo, el precio del suelo seguirá creciendo por mucho que haya, porque quienes lo tienen esperarán venderlo por mucho más dinero.
Además, como no podía ser menos, en estos momentos una enorme cantidad de suelo urbanizable y también suelo rural en torno a las grandes ciudades es propiedad de grandes constructoras, promotoras e inmobiliarias (en Madrid se supone que llegan a acumular hasta un 50 % del suelo urbanizable), empresas lo suficientemente grandes y poderosas como para influir en esas «sutiles» decisiones administrativas en materia de obra pública y urbanismo. Es decir, tan grandes y poderosas como para que su actuación influya definitivamente en la formación del precio del suelo (a esto se le llama oligopolio, no libre mercado).
¿Es verdad aquello que nos dicen de que recalificar más suelo y construir más viviendas producirá una bajada de precios o facilitará de algún modo el acceso a la vivienda?
No. España hace tiempo que superó su déficit histórico de viviendas. Desde que comenzó el boom inmobiliario se ha ido batiendo récord tras récord de construcción de viviendas y de creación de suelo urbanizable y esto no ha hecho más que incrementar las subidas de precios, mientras la cantidad de población permanece en líneas generales estable. De hecho, en los últimos años se están construyendo anualmente más viviendas en España que en Francia y Alemania juntas. Así, España ya es el país de Europa con mayor cantidad de viviendas por habitante, aun cuando muchas están vacías.
Teóricamente tocamos a una vivienda por cada dos habitantes? Y por lo que toca al suelo, en los trece años que van de 1987 a 2000 se ha creado suelo urbanizable equivalente a un tercio del que se había creado en toda la historia del país. Por supuesto, los problemas ambientales que genera este modelo de crecimiento son la parte menos contada de la historia: basta echar un ojo a la costa mediterránea o a la sierra de Madrid.
Como ya hemos visto, tanto el suelo como la vivienda se comportan exactamente igual que un «activo financiero». Es decir, se comportan igual que las acciones de la bolsa, lo que quiere decir que los precios están más relacionados con la coyuntura y los ciclos económicos que con ninguna supuesta ley de la oferta y la demanda. Pues bien, cuando en la bolsa hay una preocupante sobrevaloración de las acciones, a ningún economista en su sano juicio se le ocurre proponer que se emitan más acciones para frenar la escalada de las cotizaciones. La solución pasa, más bien, por subir los tipos de interés o por recurrir a otras medidas de política fiscal o monetaria.
Sin embargo, cada día estamos obligados a oír a economistas supuestamente serios que proponen aumentar la oferta de suelo para moderar los precios de la vivienda. Por eso es tan importante comprender que el suelo y la vivienda se comportan como bienes de inversión y no como bienes de uso (y menos aún como derechos reconocidos por la Constitución). Para cambiar esta situación, lo que hace falta es una decidida intervención por parte de los poderes públicos.
¿Qué hacen y qué no hacen los gobiernos?
Por mucho que se digan liberales, no es cierto que ahora mismo las distintas administraciones del Estado no estén interviniendo en el mercado de la vivienda o del suelo. Por lo tanto, no se trata de reclamar una intervención del Estado en un ámbito hasta ahora regido por el libre mercado. Lo que ocurre es que la intervención de las administraciones públicas va encaminada, como si dijéramos, en dirección contraria a lo razonable. En lugar de poner coto a la escalada de precios, apostar por la rehabilitación frente a la obra nueva, por el alquiler frente a la compra y por la vivienda social, lo que están haciendo (y todo esto al margen de política fiscal pro-propiedad ya comentada) es recalificar suelo y asumir las inversiones de más cuantía que son necesarias para que un territorio se revalorice y sea utilizable.
¿Qué soluciones se podrían plantear?
Como ya hemos indicado, las medidas fundamentales tienen que ser de corte fiscal: es más necesaria que nunca una política de impuestos que favorezca el alquiler (y no sólo al propietario del piso en alquiler, sino también al inquilino) y que grave las viviendas secundarias y vacías.
En cuanto a la Vivienda de Protección Oficial (VPO), sin duda es un escándalo que la promoción de vivienda social esté por los suelos, precisamente en un momento en el que la intensidad de la «burbuja inmobiliaria» está creando una verdadera fractura social y alejando cada vez más a enormes franjas de la población de la posibilidad de acceder a este bien básico. Con todo, y visto lo visto (y, en particular, visto el gigantismo de nuestro parque de viviendas), no parece muy sensato reclamar más construcción de VPO. Lo que deberían hacer las administraciones públicas es garantizar el uso de una vivienda a todo el mundo: contener los precios, incentivar el mercado de alquiler (o, al menos, desincentivar el de la compraventa) y poner en marcha una verdadera política de vivienda social de alquiler que permita vivir dignamente a la población de menos ingresos.